Rafa se acercó el otro día a tomar un café a la barra de mi cocina sin saber muy bien si ponerse contento por sus logros o sentirse un amante fracasado. Acababa, después de 10 años de relación de pareja, de descubrir los resultados de la estimulación directa sobre el clítoris de Claudia.
No es que ella no disfrutara del sexo tal y como lo ejercieron durante esa década que pasaron juntos. Sin embargo, esta vez, Rafa dio en el clavo, o con más propiedad: en el clítoris de Claudia. Y ese fue un orgasmo de potencia sorprendente. Entonces aquí y ahora, a la luz de su descubrimiento, Rafa no sabe si alegrarse o si reprocharse cómo no fue capaz de encontrarlo antes (¡10 años! ¡10 años!) "Me siento un boludo, Greta", protestó Rafa. "Ya sé que no descubrí la pólvora. Yo miro cable. Sé lo que dicen en los programas sobre sexo. Simplemente pensé que estaba haciendo las cosas bien, no sabía que podía hacerlas mejor".
Me pareció lo más saludable no dejar que Rafa se siguiera autoflajelando y le expliqué que en todo caso la "culpa" era compartida. De él, por no encontrarlo por la suya, y de Claudia por no indicarle gentilmente el camino. Lo sabemos, ni siquiera hacen falta palabras para esas indicaciones.
Rafa que no es ningún tonto, ya había intentando echarle la culpa a Claudia. Pero ella no atinó a explicar por qué nunca se dignó a encaminarlo hacia su clítoris. Cuenta él que Claudia se encogió de hombros y le dijo "Ni siquiera estoy segura de que yo la tuviera tan clara de que era por ahí", le estampó. Y le dejó clavada la marca de la ineptitud en su ego masculino.
Pero dejemos de lado la indignación de Rafa, porque acabamos de llegar a la cuestión problemática del origen de estos descubrimientos tardíos. Es decir, la falta de inquietud exploradora de algunas mujeres sobre sus propios cuerpos. Eso en algunos casos. Otras están tan preocupadas por tener orgasmos vaginales que prefieren hacer de cuenta que el clítoris no existe. Bueno, a todas ellas, sólo me cabe decirles una cosa: no sean tontas.
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