En la música popular hay canciones de vida corta. Otras, en cambio, de tanto insistir con su vigencia, parecen encaminarse hacia la vida eterna.
Algo así sucede con las que Pedro y Pablo grabaron hace casi 40 años, en su álbum debut, Yo vivo en una ciudad, recientemente reeditado con nueve bonus tracks que habían quedado en sala de espera o inconclusos.
Con el cumpleaños como pretexto, el dúo subió el miércoles al escenario del Maipo (repite el miércoles a las 21) para recrear con precisión milimétrica aquella urbanísima pintura de época. Entonces, el repertorio que Miguel Cantilo y Jorge Durietz parieron en su post adolescencia se reveló, a lo largo de dos horas, como un tester comparativo del presente con aquel pasado imperfecto. Y propició la reunión de una cofradía en busca de señales que reactiven aquellos viejos sueños.
Porque es difícil no creer que Los perros homicidas, esos que son "de lo que no hay", siguen acechando. Como fácil descubrir a los que "marchan enfilados" tras La quimera del confort, en algún shopping, refugio fashion de quienes escapan de la lluvia. Imágenes tan vigentes como la avidez del pueblo por saber qué pasa.
Todo eso sigue ahí, del foyer del Maipo hacia afuera. Allí donde Caen la tarde y los hombres, de gris o enfundados en colores, agobiados por su rutina de "hormigas que van caminando a la oficina", como retratan con su lente de cronistas los hombres que sobre las tablas se ríen del bigote de aquel dictador que transformó las seccionales policiales en peluquerías al paso.
Al frente de una agrupación de trece músicos, Pedro y Pablo entregaron una poesía empapada de tango, jazz, rock, foxtrot y Beatles, que el presente se empeña en actualizar. ¿Qué pensarán Joseph Ratzinger y sus delegados locales de ese gusto por las mujeres Con ropa de varón? Por lo menos, en los últimos 60, el Concilio Vaticano II otorgaba concesiones. Hasta ahí, claro.
Con fidelidad a los arreglos que Jorge Calandrelli escribió en 1970, con una entrega vocal irreprochable, el ciruja de Cantilo y Durietz, que buscaba esmeraldas en la basura, se choca con el ejército de chicos que rastrean una pedazo de pan entre las porquerías que tira la ciudad en 2009. Y entonces, La marcha de la bronca se hace coro.
Luego, la sutileza de Horacio Molina, padrino del dúo, antes del final. Obligadas Catalina Bahía y Tiempo de guitarra, el rescate del Candombe de más allá, y una novedad. "Todavía tenemos ganas de hacer cosas nuevas", dicen, y cantan: "Quiero creer en algo que parezca divino". Bienvenida declaración de persistencia en una utopía compartida, aunque sea por un rato, con quienes ahí abajo corean "que sea el sol, si es en el campo mejor", a metros de Suipacha y Corrientes.