Ya sea durante un paseo a la montaña o hacia un destino helado, la tentación de probar un poco de nieve está siempre presente. Y es que la idea de comer nieve no es una ocurrencia infantil.
Es sabido que la costumbre se remonta a la antigua Grecia, donde la nieve mezclada con miel era un apreciado postre. Inclusive los persas y los chinos también trabajaron recetas heladas con nieve.
Pero, desgraciadamente, las antiguas civilizaciones no tenían un mundo tan contaminado como el actual y tampoco estaban muy familiarizadas con los conceptos médicos de hoy. La realidad es que, a menos que vivas en algún territorio remoto del Yukón canadiense, comer nieve no es una buena idea. Ni siquiera en el caso de nieve prístina recién caída.
Un estudio de 2016 comprobó que la nieve, incluso los copos que aún no han tocado el suelo, tiene numerosos contaminantes atmosféricos en suspensión, como el benzeno o el tolueno que proceden del humo de los coches y se mezclan en al aire con el vapor de agua.
Cuánto más cerca estemos de ciudades o núcleos industriales, mayor es la cantidad de contaminantes, pero el campo tampoco se libra debido al uso de pesticidas agrícolas. Incluso en el lugar más remoto, la nieve puede estar contaminada con materia fecal procedente de pájaros y portar parásitos o bacterias como la E. Coli.
Nadie va a morir por probar un poco de nieve. En el peor de los casos se puede acabar con una gastroenteritis. Sin embargo, si conviertes la nieve en un ingrediente habitual de tu cocina estarás añadiendo a tu dieta una gran cantidad de sustancias tóxicas o cancerígenas que se acumulan en tu organismo.
¿Conclusión? Lo mejor es seguir jugando a hacer un muñeco de nieve o retar al otro a una batalla de bolas de nieve. Tan solo hay que recordar no apuntar a la cara.