Tal vez sea parte de ese fenómeno que algunos llaman empoderación de la mujer, o algo así. Eso que los machistas describen como irse de mambo. Eso de que las mujeres ahora hacen cosas que antes sólo hacían los hombres. Y aclaro que no me cuento entre las feministas, pero que las hay, las hay.
Elsa es una mina divorciada recientemente. Una mujer que trabaja y se banca y le va muy bien. Se separó de su marido por motivos que nada tuvieron que ver con su vida profesional. Fue una relación que cayó por su propio peso. Y como suele pasar en esos procesos de larga ruptura, el último año tuvo de sexo poco y nada.
Ya pasó el momento de la angustia feroz y Elsa quiere sexo. Lo que no quiere es una relación. Todavía no está lista. Pero tampoco está dispuesta a salir a exhibirse como mercancía para levantar. No quiere una cita a ciegas para probar si el destino guarda un as en la manga y le sienta adelante al príncipe azul. No, quiere sexo. Sexo y nada más. Sexo sin preámbulos. Buen sexo.
Así que como quiere y puede, Elsa empezó a chusmear en el mundo de los acompañantes masculinos y se copó. Después levantó el teléfono y sin complicaciones concretó una cita. Sin complicaciones tuvo sexo como quería con un muchacho muy bien parecido. Fue divertido. Fue exactamente lo que andaba buscando. Pagó sin culpa ni pudor.
Ahora Elsa se engolosinó y en afán casi antropológico, quiere probar distintos hombres... Y está más que dispuesta a hacerlo.
Y la verdad, la mujer parece genuinamente contenta. Como en una especie de vacación sexual en la que explora las siete maravillas que el mundo puede ofrecerle.
¿Quién se lo puede reprochar?