Los viajes son paréntesis hermosos, inolvidables, que a veces nos regala la realidad. Cuando uno viaja, se mueve y cuando se mueve, cambia. Cambia de lugar, cambia de forma, cambia de contenido. Pero también regresa. Vuelve a ser eso que siempre es cuando apoya la cabeza todas las noches en la almohada. Lejos de esas criaturas feas en las que, a veces, andá a saber por qué, nos convertimos. Porque en los viajes, imaginás. Recordás sueños que te parecían escondidos y que después, como si te estuvieran dando una mano desde el cielo, fabricás de repente. Así fue. Hace unos días me fui con botas altísimas- al mismísimo centro de la selva misionera. Entre serpientes desconocidas, pastitos gigantes y bichos raros. Sin embargo, nunca me sentí más segura. Como si estuviera en ese rincón de la galaxia que sólo yo o algún otro loco entiende. Como si estuviera en casa, otra vez.
Llegué al aeropuerto bastante estresada. Con una amplia sonrisa y un abrazo de padre, en Misiones, me estaba esperando Francisco, dueño del , el lugar en donde me iba a hospedar. El hombre avisó: de acá son tres horas de viaje y agarró la camioneta. Me llevó desde Iguazú hasta su posada mostrándome la vegetación con las tonalidades de verde más variadas y más preciosas que vi en toda mi vida. El tipo, un cincuentón encantador que hace unos años decidió "dejar todo en la ciudad" para cambiar de paradigma y construirse un paraíso en su mundo, ofició muy bien- de guía turística. Y habló de árboles extraños y de plantas exóticas y de pueblos minúsculos como si alguna vez hubiera sido uno de esos chiquitos con la piel curtida que andan descalzos por la tierra colorada, felizmente salvajes. Tiró nombres que, claro, ya no retengo, pero que sólo me recuerdan calidez.
La selva a la que llegamos quedaba realmente cerca de los Saltos del Moconá (nombre que en guaraní significa "tragador" o "el que traga"), un sitio que está teniendo gran promoción en Misiones por estos tiempos. Pues bien, estos saltos, que son considerados únicos en el mundo, tienen 3 mil metros de longitud, 10 a 15 metros de alto y ofrecen una vista que los hace impagables. "La vegetación es maravillosa: palmeras, bananeros y plantas tropicales. Si el río está bien, hasta podés pasar en lancha muy cerquita de estas pequeñas cataratas y alucinás", contó Francisco y aclaró, mientras manejaba, que "enamorados de todo esto, decidimos construir nuestra posada aquí". El plural de la palabra "enamorados", amigos, no era casual. Nada es casual.
Es que hablando de amor, Francisco se refirió, por primera vez, a Patricia, su mujer, la dueña, la cómplice en la aventura, la mejor compañera de viaje y la decoradora oficial de todo el lodge. Una rubia divina con rulos divinos que cuida a Yacaratiá (y a su esposo) con el corazón y el cariño de una madraza. Entonces, será ella, obvio, la que me mostrará las siete cabañas, los detalles encantadores de los baños, el dormitorio con estufa, las orquídeas del patio, la playita para la foto, el hidromasaje para ocho, la pileta con vista al río y... hará el asado. Porque ella hizo el asado. Después de la cena, más allá del cansancio, llegaría la sobremesa con estos nuevos amigos, el vino blanco presionándome la cabeza, las ganas de irme a la cama, la caminata a oscuras por el parque y el final, impecable, del día: los diez mil millones de estrellas infinitas. Todas para mí y para mi alma. El universo nos miraba mirándolas, sonriendo.
Al otro día, otra vez con las botas fashion puestas, empezó el recorrido y el verdadero viaje de excursión. Me callo. Para algo están los videos. Sólo diré que fueron cuatro días altamente recomendables, de esos que todos deberían tener para volver a casa completamente curados. Un viaje de días soñados y de noches... mejores.
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