Tiene cara de chico malo. Algo rebelde, soberbio al extremo, difícilmente alguna vez haya sido elegido "el mejor compañero". Andy Murray, de él se trata, por estos días hace soñar a los británicos, sobre todo a los escoceses de buena cepa. Ya instalado como número cuatro del tenis mundial desde hace siete meses, su próximo objetivo es desplazar el ranking al serbio Novak Djokovic, quien hoy por hoy apenas lo supera por 170 puntos.
Este muchachito que va en camino a los 22 años, siente que tiene juego para estar en lo más alto, incluso por encima del suizo Roger Federer y del español Rafael Nadal, el uno y el dos de la clasificación. Sus últimos números son contundentes. Desde agosto de 2008, cuando levantó la copa en Cincinnati, se llevó al mundo por delante. O a sus rivales, mejor dicho. Sobre 10 torneos disputados, es el jugador que más partidos ganó (44), el de mejor récord (44-4) y el que más títulos consiguió (5).
Los británicos lo ven y se ilusionan con volver a tener un campeón de la casa en Wimbledon, algo que no logran desde hace más de 70 años, cuando un "tal" Fred Perry hiciera de las suyas en la hierba londinense.
"Tiene cabeza de campeón" , repiten los especialistas, sin antes destacar la variedad de sus golpes y además la facilidad para adaptarse a las distintas superficies, cualidad indispensable para mantenerse arriba en el tenis actual.
Hasta ahí lo deportivo, de este Andy Murray que vivió un momento tremendo en su vida. Cuando tenía 8 años, el 13 de marzo de 1996, le tocó estar en lo que se llamó la masacre de Dunblane, donde Thomas Watt Hamilton mató a 16 chicos y a una profesora, para luego suicidarse.