El ego, en su justa dimensión, los coloca en poses de guerra. A todos. Julio Grondona por un lado, Diego Maradona por otro... Carlos Bilardo hace la suya y, en menor escala, varios actores de reparto (Oscar Ruggeri, Sergio Batista, el Tata Brown, por ejemplo) se suman a este sainete propio del tercer mundo. La nueva conducción de la Selección todavía no empezó a trabajar y ya se habla de renuncias, de peleas, de pases de facturas, de relaciones quebradas a "muerte", de amores repentinos, de falsedades, de "pseudas" lealtades, de odios, de traiciones, de "me quedo pero...", de "andate si querés", de poder recortado, de celos, de envidias... De luchas por el poder, en definitiva, que lo único que hacen es "manchar la pelota", con permiso del autor intelectual de esta visionaria frase.
Digan lo que digan, más allá de las acomodaticias posturas temporales que puedan adoptar los actores en cuestión, hay una verdad indiscutible: nadie confía en nadie. Empezando por las cabezas. Maradona y Grondona podrán sacarse mil fotos, simular besos y abrazos, repartir falsos elogios por los micrófonos, pontificar "el nacimiento" de un proyecto distinto a los anteriores... Mentira, señores. Juegan este partido por conveniencia. Don Julio, el dueño del circo, siempre astuto en sus movidas, tiró la pelota al campo contrario, justo en un momento difícil para el equipo, tambaleando numéricamente en la tabla de las Eliminatorias y lejos, bien lejos, del paladar del hincha medio.
¿Qué hizo? Tenía dos maneras de cubrirse las espaldas. Una, llamando a Carlos Bianchi, el preferido de la gente por escándalo, según las distintas encuestas que salieron a la luz. Imposible: la relación entre ambos está quebrada a pedazos. Y el plan B era aceptar -a regañadientes, digámoslo- que le había llegado la hora a Maradona. Hizo esto último, más por la insistencia familiar que por convencimiento propio. "Julio no es tonto, sabe que convivir con Maradona es algo así como tener un escándalo siempre detrás de la puerta", confesó anoche a Ciudad.com uno de los hombres a quien Grondona atiende el teléfono, no importa la hora, en su departamento de Puerto Madero.
¿Y Diego? La Selección lo puede, pero sabe y no le gusta ni medio que las decisiones importantes, tarde o temprano, las va a tener que consensuar con el Jefe mayor. Y él, acostumbrado al "sí permanente", desconfía e imagina fantasmas revoloteando sobre su cabeza. Le pasa a cada rato. Cuando le bajó el pulgar a Batista y a Brown, por considerar que ellos tenían línea directa al teléfono rojo de la calle Viamonte. O ahora, que Grondona le tacha el nombre de Ruggeri. "Si empiezo así, mañana me dicen que tengo que convocar sólo a los jugadores de Arsenal", refunfuña el 10 ironizando sobre los colores preferidos de Don Julio.
Bilardo en esta historia lleva agua para su molino. "Esta hecho un maradoniano mil por mil. Si se va Diego, detrás se va él", aseguran. Se amigaron con Grondona, pero en el fondo ambos se conocen las cartas y se miran de reojo. Julio le valora sus conocimientos futbolísticos y su rico historial, aunque en el fondo sabe que el Narigón nunca se bajó de su aspiración (sostenida por una nueva camada de dirigentes de FIFA, como Franz Beckenbauer o incluso Michel Platini) de sentarse algún día en el trono mayor de la AFA. "Tenerlo cerca de la pelota significa tenerlo lejos de la política", especulan los teloneros que defienden a capa y espada a esta conducción que asumió allá a lo lejos, en abril de 1979.
En esta tragicomedia, se sabe, no hay carmelitas descalzas. Por eso Grondona, algo amenazante, lanza: "Miren que todavía no firmamos el contrato..." Por eso Diego, desde su nueva casa en Ezeiza, le susurra al oído a los periodistas amigos: "Me voy, me voy y me voy. Salvo que..." Por eso Bilardo, hasta donde le convenga, hace las veces de Samoré: "Calma, muchachos, pateémosla para adelante." Por eso Batista se llama a silencio y, agazapado, espera que el nuevo ciclo "salga por el aire" para que finalmente le valoren el Oro logrado en los Juegos Olímpicos. Por eso Ruggeri se muerde los labios y esconde, hasta vaya a saber cuándo, sus habituales bravuconadas. Y por eso, sobre todo, el tipo común, algo inocente, se plantea horrorizado: "Pensar que esto todavía no empezó"